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Silvio y los otros, última entrega del italiano Paolo Sorrentino. Foto: Tomada de Internet

La programación de verano de la televisión permitirá reencontrarse con uno de los cineastas más esperados del actual panorama internacional, Paolo Sorrentino, el mismo que a partir de La gran belleza (2012)  hizo pensar en un Federico Fellini de nuestros días entusiasmado por las formas del posmodernismo.

Silvio y los otros (2018) es esta última entrega de Sorrentino, que vuelve a contar con su actor fetiche, Toni Servillo, ahora en el papel de Silvio Berlusconi, millonario y político italiano, exprimer ministro varias veces procesado por corrupción política, fraude financiero y otros pecadillos más, pero siempre reflotando en medio de su plácida vida de cazador de bellas y caras mujeres, debilidades que le han reportado no pocos escándalos.

El filme retrata un momento álgido en la vida política de El Cavaliere, por cuanto acaba de salir del gobierno y, acusado de corrupción y conexiones con la mafia, está a punto de enfrentar nuevamente a los tribunales, mientras vive otra crisis con su esposa, y quizá el peor de todos sus conflictos: los años, las revelaciones de los espejos, signos aterradores de la edad contra los cuales lucha desesperadamente.

Si bien deudor del cine de Fellini, y al mismo tiempo quijote de una estética marcada por una desmesura visual de connotaciones barrocas, Sorrentino no desprecia recursos que remiten a la comedia italiana de los años 60 y  70, pero arma su argumento amparado en las técnicas del video clip, la intensa música y las espectaculares mujeres-anzuelos con la misión de tentar a Berlusconi.

Por momentos Silvio y los otros coquetea con el exceso, pero en sentido general resulta seductora en su intento de narrar la vida del político de una manera nada convencional, lo que hubiese sido muy fácil, pues la imagen que se tiene de Berlusconi ha traspuesto los colores de la vida misma para convertirse en una caricatura, y solo compilando esos momentos «espectaculares» –antes recogidos por los periódicos y la televisión– se pudiera armar un filme de corte costumbrista invitador a la risa.

Sorrentino esquiva la caricatura y decidido a adentrarse en la sicología del personaje le otorga complejidad y simpatía  a la historia. Si bien hay momentos en que  el personaje es ridiculizado al extremo, no faltan otros que lo muestran como un ser listo y no poco habilidoso a partir de una filosofía triunfadora muy particular y llena de trucos. Es como si el director dijera: «no se trata de acabar con él a brochazos, mejor subirlo a una balanza multicolor».

El montaje deja ver desniveles y ello se debe a que el filme fue concebido para exhibirse en dos partes por la televisión. Al extractarse, camino a la gran pantalla, se crea una mínima dispersión, ya que en su primera parte narra la historia de Sergio, gigoló provinciano abocado a los negocios, cuya máxima aspiración es lanzarse a la conquista de Roma, donde –¿quién lo duda?– la mejor fórmula para escalar cimas de la sociedad, la política y la vida misma, sería entrar en contacto con Berlusconi  y ofrecerle algo que el político, de ningún modo, le podrá rechazar.

El encuentro de los dos hombres, y lo que vendrá, será un banquetazo.

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