Jordi Canal-Soler

Polinesia francesa, tierra ancestral

Sus largas playas de aguas azuladas y sombreadas por una ristra infinita de palmeras mecidas por la brisa evocan el paraíso, pero, además de ser un destino turístico por excelencia, en la Polinesia francesa aún queda el remanente ancestral de su pueblo originario, los polinesios.

Borako bungalowak.
Borako bungalowak.

Con 118 islas agrupadas en cinco archipiélagos que se expanden por el Pacífico Sur por una superficie casi tan extensa como Europa, la Polinesia Francesa es mucho más que una postal de playa; es, además, el lugar que conserva la autenticidad de una cultura, la de los polinesios. Y donde podemos empezar a ver esa conexión con el pasado es en la isla de Tahití, la mayor del archipiélago de la Sociedad y de toda la Polinesia Francesa.

Tahití

El centro de su forma de gota alargada esconde altas montañas cubiertas de espesa selva inaccesible, por lo que su población se ha concentrado desde siempre a lo largo de la costa, especialmente en la capital, Pape’ete, que cuenta con el único aeropuerto internacional de las islas. Pero a pocos kilómetros al este de la ciudad encontramos la Punta Venus, una playa de arena negra que se proyecta hacia el mar al extremo de la bahía de Matavai.

Podemos navegar en una canoa tradicional moderna por sus aguas y evocar la llegada de los primeros europeos en 1767 y la posterior visita del Capitán James Cook y sus científicos en 1769, que observaron, desde el fuerte construido en la playa el Tránsito de Venus, un fenómeno astronómico poco frecuente con el que pretendían conocer la distancia entre la Tierra y el Sol. El contacto con estos primeros exploradores europeos transformó a la sociedad polinesia indígena, llegados mil años antes desde las islas de Tonga y Samoa y estos, a su vez, desde el sureste asiático. 

Los misioneros, los comerciantes y la administración colonial francesa acabó transformando del todo a los isleños, pero todavía quedan rastros de esos pobladores originales. En el ajetreado Marché Municipale de Pape’ete, lleno de tiendas de comida, flores y recuerdos, podremos encontrar también los ornamentos vegetales y de conchas que las bailarinas de Ori Tahiti o danza tahitiana compran para realzar sus figuras.

En varios hoteles de la ciudad realizan banquetes tradicionales amenizados con danzas polinesias, un espectáculo caracterizado por la sutileza de los movimientos de las bailarinas. Algo así debieron de ver los amotinados de la Bounty, cuya historia fue llevada al cine (y rodada en Punta Venus) con Marlon Brando en el papel de Fletcher Christian, el jefe de los amotinados.

Moorea

Frente al ajetreo de Pape’ete, a solo 17 kilómetros en ferry, se alza Moorea, una isla tranquila y pequeña en la que podremos apreciar mejor cómo debió de ser en el pasado el ritmo de vida de los polinesios, dedicados al cultivo de la piña en los valles interiores resguardados por altos picos o a la pesca en las bahías protegidas por los arrecifes de coral que las protegen. Aquí también veremos algunos de los paisajes más interesantes del archipiélago, especialmente el pico principal del monte Tohivea, cuya cima se levanta hasta los 1.207 metros, o el Belvedere, uno de los lugares más emblemáticos de Moorea.

Como su nombre indica, se trata de un mirador con una de las vistas más fabulosas de toda Polinesia.  Desde ese punto se pueden ver las bahías de Opunohu y de Cook, un par de hondas entradas de agua que penetran la isla paralelas por el norte y que dejan, entre ellas, una península coronada por la silueta del monte Rotui, conocida popularmente por ser el símbolo de la marca de zumos más famosa de las islas.

Cerca se encuentra la iglesia de Papeto’ai. Construida sobre un antiguo templo polinesio, sus ocho paredes evocan las ocho patas del dios pulpo Na Kika, lo que indica un sincretismo religioso que aún parece existir en la sociedad polinesia: los mismos tatuajes tan frecuentes en las islas conjuran viejas imágenes protectoras de los dioses antiguos.

Huahine

Según los polinesios, la silueta de la isla de Huahine recuerda la figura recostada de una mujer y, ya sea por esta semejanza o porque su última reina luchó por la independencia de la isla hasta 1895, Huahine es conocida como «la Isla de las Mujeres». Apenas se ven turistas en este lugar y sus gentes conservan gran parte de las tradiciones, entre ellas, la única trampa para peces que se conserva en el conjunto de las islas: se trata de un conjunto de muros de piedra construidos en zigzag en el lecho de un brazo de mar que alimenta una laguna interior y que retiene a los peces cuando baja la marea lo que facilita  a los vecinos del pueblo la captura de sus presas. Sus antepasados construyeron esta trampa hace siglos y ellos aún siguen utilizándola.

Cerca de Maeva, la antigua capital de la isla, podremos visitar la mayor agrupación de antiguos templos de toda la Polinesia Francesa: más de cien antiguos maraes de piedra que recuerdan que la antigua religión polinesia se mantuvo aquí hasta 1915, cuando murió el último de sus sacerdotes, enterrado junto a uno de ellos. Quizá por ese motivo aún se veneran en un río cercano a unas morenas sagradas de ojos azules y hambre pantagruélica que calman los locales sirviéndoles bocados casi de la mano.

Raiatea

Sin embargo, la isla más sagrada de toda la Polinesia Francesa es Raiatea, y la razón es su famoso marae de Taputapuatea. De hecho, se trata de un conjunto de varios templos antiguos incluido en el listado de Patrimonio de la Humanidad por la Unesco en 2017 por su importancia en los ritos antiguos polinesios. En ese lugar podremos captar aún todo su mana, su poder espiritual, ya que se dice que de aquí partieron las canoas de doble quilla de los antiguos navegantes por el Pacífico hasta llegar a Hawái, Nueva Zelanda e Isla de Pascua.

Pero Raiatea no destaca únicamente por la cultura que alberga, sino también por la naturaleza que la rodea. Quien se adentre por rutas montañeras hacia el interior agreste del altiplano de Temehani podrá descubrir una de las flores más raras del mundo, la tiare ‘Apetahi (Apetahia raiateensis), cuyos cinco pétalos blancos están dispuestos a un solo lado, de manera que se asemejan a los cinco dedos de una mano. Solo se conservan sesenta arbustos de esta especie endémica en peligro de extinción y la flor es tan bella que ha sido adoptada como el símbolo de la isla.

Bora Bora

Desde lo alto del altiplano de Temehani, veremos la imponente silueta de la isla de Bora Bora, que se levanta en el horizonte a poco más de treinta kilómetros de distancia. Con sus tres altos picos centrales levantándose como columnas verdes sobre una laguna de todas las tonalidades del azul y bordeada por motus coralinos ribeteados de palmeras, Bora Bora es la postal por antonomasia del paraíso de los Mares del Sur.

Pero detrás de la fotografía idílica de cocoteros y laderas verdes sobre aguas cristalinas también se esconden historias no tan atractivas: esa misma laguna es ahora navegable para los grandes cruceros porque los americanos abrieron un boquete con dinamita en su barrera coralina para poder utilizar la isla como base contra los japoneses durante la Segunda Guerra Mundial. De hecho, en un par de puntos de la isla aún se pueden observar los grandes cañones que protegían las entradas y que hoy se han convertido en atracciones turísticas que visitan en jeep excursionistas que se escapan por un momento de sus lujosos bungalós sobre el agua.

Vale la pena explorar el interior de la isla, repleto de selvas que esconden viejos templos en ruinas y sendas peligrosas que se dirigen hacia la cima de las montañas. Será aquí donde podremos evocar los tiempos en los que los guerreros de Bora Bora eran los más temidos de las Islas de la Sociedad. Pero, seguramente, incluso ellos temían a las sombras huidizas de los tupapau, espíritus vagabundos que, según los nativos, todavía  protegen los bosques. Y es que en la Polinesia Francesa, a pesar de los casi 300.000  turistas que recibe cada año, persisten viejas creencias y tradiciones que no solo la hacen más auténtica sino incluso más hermosa.